Tres ideas nos propone el Papa Juan Pablo para este segundo domingo de adviento:
- Conversión
En la liturgia de hoy, se repite muy frecuentemente la misma palabra invitando a concentrar sobre ella nuestra atención. Es “preparad”: “Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas... Y toda carne verá la salud de Dios” (Lc 3,4.6). La hemos escuchado hace poco en el Evangelio según San Lucas, y antes en el canto solemne del aleluya. La Iglesia toma hoy esta palabra de labios de Juan Bautista. Predicó de este modo cuando la palabra de Dios descendió sobre él en el desierto (cfr. Lc 3,2). Es la palabra de la conversión -en griego le corresponde “metanoia”-, por lo que va dirigida al hombre interior, al espíritu humano.
- Disponer el alma
Y de este modo es necesario comprender la palabra “preparad”. El lenguaje del Precursor de Cristo es metafórico. Habla de los caminos, de los senderos que es necesario “enderezar”, de los montes y collados que deben ser “allanados”, de los barrancos que es necesario “rellenar”, colmar para elevarlos a un nivel adecuadamente más alto; finalmente, habla de los lugares intransitables que deben ser allanados.
Se dice todo esto en metáfora, tal como si se tratase de preparar la acogida de un huésped especial al que se le debe facilitar el camino, para quien se debe hacer accesible el país, hacerlo atrayente, y digno de ser visitado. Esta metáfora espléndida de Juan expresa lo que es necesario hacer en el alma, en el corazón, en la conciencia, para hacerlos accesibles al Huésped Supremo: a Dios que debe venir en la noche de Navidad y debe llegar después constantemente al hombre, y por último llegar para cada uno al fin de la vida, y para todos al fin del mundo. Toda nuestra vida es una preparación de etapa en etapa, de día en día, de una tarea a otra.
- Vocación
Cuando la Iglesia, en esta liturgia del Adviento, nos repite la llamada de Juan Bautista pronunciada en el Jordán, quiere que todo este “prepararse” que constituye la trama de toda la vida, lo llenemos con el recuerdo de Dios. Porque, en fin de cuentas, nos preparamos para el encuentro con Él. Y toda nuestra vida sobre la tierra tiene su definitivo sentido y valor cuando nos preparamos siempre para ese encuentro constante y coherentemente. “Firmemente convencido de que, quien inició en vosotros la buena obra, la irá consumando hasta el Día de Cristo Jesús” (Fil 1,6). Esta “obra buena” comenzó ya en cada uno de nosotros en el momento de la concepción y al nacer hemos traído con nosotros al mundo nuestra humanidad y todos los “dones de la naturaleza”, que pertenecen a ella. Comenzó con el bautismo, cuando fuimos convertidos en hijos de Dios y herederos de su Reino. Es necesario desarrollar esta “obra buena” con constancia y confianza hasta el fin, “hasta el día de Cristo”. De este modo toda la vida se convierte en cooperación con la gracia y en maduración de esta plenitud que Dios mismo espera de nosotros.